jueves, 19 de octubre de 2017

LLUEVE SOBRE MI LÁPIDA


En la última novela de Juan Ramón Barat he encontrado los aspectos literarios que definen al autor junto a otros nuevos que me han sorprendido gratamente. Así pues, si ya me gustaba la narración de este valenciano, y no dejo de recomendarla a los jóvenes porque creo que es una buena fuente para iniciarse en la lectura, ahora considero que se hace imprescindible. Cualquier chico, a partir de 12 años (es por poner la edad con la que suelen entrar al instituto porque no me gusta etiquetar la literatura, de hecho yo sigo leyendo intrigada sus aventuras, puede ser que incluso antes también sea bueno que lean estas novelas), se siente fascinado por las tramas de Daniel Villena, el protagonista de una saga que empezó con Deja en paz a los muertos —que supuso un éxito rotundo— y ha terminado, por ahora, con Llueve sobre mi lápida. La mezcla de aventuras, peligro, investigación, realidad, suspense y personajes malísimos que son descubiertos por el protagonista es todo un acierto, una llamada al lector para que no se aburra; de hecho a la novela no le sobra ni le falta una sola página. Los capítulos se suceden con naturalidad y siempre terminan en un clímax acertado para que los lectores ansíen seguir leyendo. De la misma forma, el relato concluye dejándonos igual de intrigados que los anteriores, aviso claro de que habrá una próxima entrega.

En la anterior de la saga, La sepultura 142, Daniel Villena vio, sólo él, un coche rojo con el que terminó la novela; coche que ha tenido protagonismo en Llueve sobre mi lápida «Intenté mover mis pies, pero era imposible. Mis zapatos se habían adherido al asfalto de manera siniestra. Alcé los ojos aterrado […] y vi con espanto que nadie viajaba en el interior de aquel automóvil. Un Alfa Romeo rojo». También esta última acaba con otra visión de Daniel, así que esperamos impacientes la próxima.

Es un recurso que Barat maneja a la perfección, mantener la curiosidad, por eso es absolutamente recomendable para nuestros adolescentes y jóvenes.

Otro recurso es el empleo perfecto de la lengua, las expresiones coloquiales propias de cierta edad conviven en armonía con otras cultas, de un lirismo exquisito; abundan las metáforas sin resultar empalagosas, aumentando la belleza de lo escrito, algo que empieza a olvidarse, por desgracia «La carretera zigzagueaba como una serpiente plateada. La extensión ilimitada del firmamento se combaba sobre el mundo y en ella flotaba la luna creciente vertiendo una blancura sulfúrica sobre la oscuridad».

Las personificaciones añaden tensión a situaciones ya de por sí intimidatorias «Contemplé la tumba, roída por la humedad y devorada por el paso del tiempo».

Hay comparaciones totalmente poéticas que acrecientan el sentimiento del protagonista «Alicia temblaba como un árbol azotado por el viento».

Las frases cortas ayudan a profundizar en la crítica hacia estos países en los que vivimos y sin ningún pudor llamamos prósperos o simplemente civilizados «Estoy llorando mientras te escribo, mamá. Me siento muy triste. Pienso que el trabajo infatigable que hacemos no sirve para atajar esta hemorragia de muerte. La guerra en Somalia no es la única […] África entera se desangra en una guerra sin sentido. Y los países desarrollados no hacen nada».

El léxico culto ayuda a la función poética: palmatoria, sudario, cirio, luz espectral, flanqueaban…

Al mismo tiempo, y en feliz armonía, aparecen expresiones coloquiales hiperbólicas «¡Dios mío! ¡Me duele hasta respirar!». Locuciones que empezaron en la jerga juvenil y se han instalado en todas las edades «Este tío me da mal rollo», «estás como una cabra». Enunciados familiares «Me rugen las tripas». Dichos escatológicos «la mierda de los murciélagos…». E incluso metáforas empequeñecedoras que recuerdan a las usadas por Dante en su Divina comedia «y yo conduje con la cabeza hecha un avispero».

Otra técnica que da verosimilitud a la novela es el concepto de la familia, ya que, al ser un valor fundamental en las novelas de Barat, y sin caer en la cursilería, el autor plantea una relación de confianza, de respeto, libertad y amor; eso también gusta porque parece utópico, pero por eso es literatura, además son situaciones que aunque en la realidad no abunden demasiado, hay conexiones familiares en las que predomina el buen humor

—No seas protestona. Lo bien que lo estamos pasando aquí […] En Gélber te estarías aburriendo, todo el día tomando el sol, como las lagartijas…
—Hombre, ahí te doy la razón –concedió Alicia–. Desde luego contigo es imposible aburrirse. Con tanto muerto y tanto fantasma…

Otro recurso, sin lugar a dudas el más importante, es la sensibilidad de Daniel Villena para intuir, soñar e incluso vivir situaciones que en principio parecen paranormales pero que se van desarrollando desde una perspectiva lógico-deductiva, tal y como actúan la policía o los detectives. Comento esto porque, si es que alguien lee estas críticas, quiero que aquellas personas que por su religión o convicciones tienen prohibido creer en aparecidos, fantasmas, o muertos vivientes, no dejen de leer estas novelas. Aquí todo es real, los vivos están muy vivos y los muertos pertenecen al mundo de los sueños.

De hecho, en Llueve sobre mi lápida aparece un recurso de la Antigüedad: el sueño dentro del sueño, algo que en la realidad algunos hemos experimentado, soñar que soñamos, y ahí reside la confusión, pues si sueño que sueño ¿no estoy despierto? Esta pregunta es la que atormenta regularmente a Daniel, porque lo vive una y otra vez «Entré en el hostal sin hacer ruido, subí las escaleras de puntillas […] Abrí la puerta con cuidado para no despertar a los que dormían en las otras habitaciones. Al fijar la vista en la cama, ahogué un grito de pánico […] yo estaba durmiendo profundamente. Como un angelito. ¿Cuál de los dos era yo en realidad?».

Son novelas que no atentan contra nadie ni contra nada, al contrario tienen un fondo didáctico y moral, la finalidad que persiguen los protagonistas es ayudar a los demás y hacer el bien.

Dicho esto, en Llueve sobre mi lápida he encontrado algunas diferencias respecto de las anteriores. La primera es la madurez del protagonista, Daniel es un adulto en toda regla, ha terminado primero de periodismo y disfruta de más libertad; tiene permiso de conducir, y que su padre le deje el coche le permite moverse con total autonomía. Esto nos lleva a la segunda diferencia; el protagonismo que tenían sus padres y hermana ha cedido algo en favor de Alicia, su novia, quien puede considerarse, al menos en Llueve sobre mi lápida una coprotagonista. Entre ambos forman una pareja de detectives en la que ella, si bien toma la iniciativa alguna vez, es sin duda más audaz, imaginativa y realista. En La sepultura 142 ya encontramos cierto feeling entre ellos, pero ahora el nivel de comunicación y seguridad al que han llegado como pareja es envidiable. Por eso hay más escenas eróticas, que no de sexo, en esta novela que en las anteriores; los protagonistas han crecido y sus deseos también, aunque no se explicite demasiado sino que se insinúe:

—Eso es una declaración de amor.
Sus ojos color de caramelo me miraron intensamente. Su barbilla empezó a temblar.
—Tendrás que ser más convincente –musitó.
La levanté en volandas y crucé con ella media casa hasta llegar al salón y colocarla con cuidado sobre el sofá.
—Conque tengo cuerpo de saltamontes, ¿eh?

También es cierto que tanto el papel de Alicia como el de Daniel están marcados como viene siendo habitual en las parejas reales de jóvenes, ella está totalmente enamorada de él y no necesita a nadie más. Daniel también está enamorado de Alicia, eso es indudable, si bien a veces pueda sentirse atraído por otra chica, aunque sólo sea físicamente. Debe ser que las mujeres somos diferentes al menos en la juventud; si nos enamoramos sólo tenemos ojos para esa persona, ellos pueden separar los sentimientos.

Sin embargo está claro que en la novela hay un punto feminista muy importante, no sólo por el papel de Alicia, no sólo porque son mujeres, primero Inés Molina y luego Irene Villena, la hermana de Daniel, las que muestran una solidaridad extrema con los necesitados, no sólo porque es Alicia la que salva la vida a Daniel, y porque Úrsula contribuye a terminar con la maldición de Aurelio Valdivia. Es por todo, y puede que sea la conjunción de mujeres que rodean a Daniel Villena, por lo que él las trate también con un afecto especial, con cariño y respeto «Alicia se reía con Irene. Y yo comencé a ver a mi hermana con otros ojos […] Para ser sinceros, yo empezaba a sentirme orgulloso…».

También he encontrado en Rosaura, amiga de Inés, al espejo del propio autor. Rosaura es profesora de instituto, es una consumada lectora y autora de poesías y letras de canciones. No conozco en profundidad a Barat pero me atrevería a asegurar que también es tranquilo y disfruta ante una infusión y, por supuesto, Rosaura como Juan Ramón son músicos, ambos tocan la guitarra. Y nadie que no sea profesor puede dedicarnos palabras tan ciertas «la literatura es un mundo. Y la docencia. Creo que tengo suerte. Ser profesor es una tarea que exige dedicación. Tienes tus malos momentos, pero también te llevas muchas alegrías […] El profesor es un espejo donde la mayoría de esos jóvenes se mira todos los días. Es una gran responsabilidad».

La novela merece la pena porque como hemos visto no sólo se lee con facilidad, con intriga y apasionamiento, no sólo porque el argumento esté bien construido y el estilo no lo desdiga para nada, sino porque además fomenta una serie de valores que desgraciadamente nos tocan muy de cerca y se están perdiendo, o hace que nos demos cuenta de que nuestra insensatez, derivada de obtener más beneficios en nuestra sociedad, colabora a que nos olvidemos del cambio climático «—Me dijo que se iba a apuntar a SOSUR. —¿A esa plataforma que lucha contra la desertización del sureste español?».


Y, lo más importante, esa insensatez consigue que nos olvidemos de todos aquellos que no somos nosotros, unos porque nos pillan demasiado lejos, otros porque están tan cerca que los vemos desdibujados «Cada día llegan mil personas nuevas buscando ayuda […] muchas deben permanecer en las colas dos semanas para recibir su primera ración de alimento o su primera atención sanitaria»

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