sábado, 21 de enero de 2017

EL CASO DEL ASESINATO DE BENSON


La presentación de esta novela es inmejorable, como todas las de Reino de Cordelia, además viene prologada por toda una autoridad en el mundo de las letras, Luis Alberto de Cuenca y, por si fuera poco, se trata del primer caso del atípico detective Philo Vance, excombatiente de la Primera Guerra Mundial creado por S.S. Van Dine en 1926 con tanto éxito, que fue llevado al cine, interpretado por William Powell, uno de los míticos actores de la Edad Dorada del cine americano.

Lógicamente con estas premisas se hacía superinteresante, y necesaria, la lectura de El caso del asesinato de Benson. No es que, una vez terminada, haya cambiado de opinión; creo que para todo amante de la novela policíaca es obligado conocer alguno de los casos de Philo Vance, pero sí es cierto que el proceso ha resultado en ocasiones algo tedioso. Es una de esas lecturas que, con el tiempo, ha quedado obsoleta en algunos aspectos como la sociedad descrita, el vocabulario empleado o la imagen que ofrece de la policía y demás responsables de hacer cumplir la ley.

Al leerla tenemos la impresión de estar ante una de las películas del cine negro de los años 40, tanto por la ingenuidad con la que se planteaban algunas situaciones como por la minuciosidad de las descripciones que el autor ofrece a lo largo del relato en primera persona, sin duda un recurso más para aportar verosimilitud y realismo al argumento. Otro es la introducción del propio autor para anunciar que será el narrador testigo de la historia que va a contar. Otro recurso que ayuda a aportar realismo es el tiempo de la escritura. La novela está escrita desde un presente en el que Van Dine recuerda casos del pasado, por lo que puede adelantar hechos, ninguno fundamental en el argumento, que avivan el interés del lector puesto que dan a la novela cierto aspecto de crónica periodística «...a partir del célebre caso Benson, y durante casi cuatro años, tuve la suerte de presenciar la más asombrosa serie de casos criminales que jamás desfiló ante los ojos de ningún abogado joven.» S.S. Van Dine, en realidad pseudónimo de Willard Huntington, escribió 20 reglas de la novela policíaca en las que recomendaba no caer en obviedades que todo el mundo en su época, desde Conan Doyle, planteaba. Algunas de esas reglas que, por supuesto, sigue al pie de la letra en El caso del asesinato de Benson son bastante inocentes, de hecho, al compararlas con la novela negra actual nos hacen sonreír, otras continúan vigentes, pero lo curioso es ver cómo, si se tienen en cuenta, el lector puede descubrir al asesino con más facilidad.

Para empezar, el crimen nunca debe ser accidental. Tiene que haber una causa razonable que lo justifique. Los motivos para asesinar han de ser personales, por eso mismo no se buscará al asesino ni por restos de tabaco ni por espiritismo, ni por huellas falsas ni por el perro que no ladra ante alguna presencia, ni por asociaciones de palabras ni por algún código descifrado sólo por el detective.

El asesino no debe ser el criado, tampoco un personaje que apenas aparezca, sino que será más o menos importante y del círculo del asesinado. Las buenas descripciones son imprescindibles para que parezca un caso real.

El enigma siempre debe estar presente aunque las pistas se darán poco a poco. Es aconsejable que haya sólo un culpable y un detective, quien, por supuesto, ni él ni sus ayudantes serán los asesinos.

El detective seguirá un método científico para la resolución del caso.

Éstas no constituyen todas las reglas indicadas por Van Dine pero son las que he encontrado en El caso del asesinato de Benson, y he de confesar que, al ir descartando personajes como sospechosos, la lista quedó reducida considerablemente hasta llegar al criminal de forma razonada, aunque en principio algunas pistas apuntaran hacia otros.

El narrador-autor Van Dine, acompaña a Vance durante todo el tiempo que dura la investigación, además en ocasiones hace aclaraciones a pie de página sobre algún caso ocurrido en la ciudad o sobre cuestiones personales. Es cierto que a veces resulta divertido leer dichas anotaciones pues en su afán por parecer realista destaca algunas características que aportan gracia al relato

«...se lo ponía (el monóculo) [...] como si el hecho de ver con más nitidez le proporcionase una mayor claridad de ideas9

9. El ojo derecho de Vance tenía 1,2 dioptrías de astigmatismo, mientras que el izquierdo era prácticamente normal (Nota de S.S.V.D) »

De esta manera consigue mezclar perfectamente realidad y ficción.

En su afán por exponer un relato real, el narrador desaparece incluso para exponer una situación mediante el diálogo directo, como si se tratase de una representación en la que los protagonistas, Vance y el chico del ascensor, despiertan mayores emociones en el lector, puesto que se va enterando de la resolución del caso como si ocurriese en ese momento. Puesto que toda obra dramática incorpora elementos que están fuera del ámbito literario, la escena contada desde esa perspectiva adquiere mayor verosimilitud. Al informar de lo que va a hacer mediante un paréntesis, el mensaje se muestra como una acotación teatral consiguiendo que aparezca la función apelativa en la comunicación con el lector:

«(Para economizar espacio, reproduzco el resto de la conversación como si de una obra dramática se tratara)
Vance:   Supongo que habló con usted
Chico del ascensor: Sí, señor. Me dijo que había ido al teatro, y que la función era mala. Y que tenía un dolor de cabeza horrible...»

Al principio nos enteramos de la forma de ser de Vance por la minuciosa descripción de Van Dine, aunque es casi innecesaria puesto que tanto por sus actos, movimientos o palabras, el improvisado detective queda retratado a la perfección «Su esnobismo era tanto intelectual como social. Detestaba la estupidez, creo que aún más que la vulgaridad y el mal gusto [...] Vance era claramente irónico [...] era frívolo, de un cinismo juvenaliano [...] sumamente consciente y perspicaz [...] Sus algo quijotescas maneras [...] La frente amplia e inclinada, era una frente de artista más que de investigador...»

Curiosa pues, la novela, por la importancia histórica que presenta dentro del género y curioso también, descubrir cómo los grandes detectives del siglo XX han sido expertos o apasionados en alguna actividad alejada de las que tienen que ver con su profesión, pues si Carvalho era un reputado gastrónomo, Sam Spade era un gran bebedor de whisky, Poirot, un enamorado de la comodidad y el bien vestir, Sherlock Holmes, predecesor de Van Dine, es un experto apicultor y músico y un entusiasta de la cocaína, Vance es un afamado coleccionista de arte y como Holmes confía en métodos racionales para dilucidar sus casos, basados sobre todo en la psicología humana.

Creo que es precisamente el protagonista quien le resta credibilidad a los sucesos. Vance conoce al asesino desde que se cometió el crimen y, no obstante, es incapaz de decírselo a su amigo, el juez Markham por temor a que éste no lo creyera, o se enfadase

«Si hubiera acusado al comandante desde el principio, me habrías arrestado por scandalum magnatum y difamación criminal [...] dejando todo un reguero de pistas falsas es como he conseguido hoy que lo aceptes»

Algo increíble si tenemos en cuenta que desde el principio lo trata como si fuera estúpido, le hace cambiar los planes, las órdenes que da la policía, le dice las entrevistas que debe hacer, las pistas que ha de guardar y cuáles desechar, y es obedecido en todo momento.

«No puedo permitir que encarceles a Leacock [...] No vas a ordenar que lo arresten mientras yo esté en tu oficina y pueda impedirlo»

Vance está por encima del bien y del mal; lo sabe todo de una persona exclusivamente al mirarla a la cara, y no es exageración. Descartó a una sospechosa porque tan sólo con verla descubrió por el parecido de quién era hija. Lo mejor de todo es que he tenido que buscar algunos términos en el diccionario, y no ha sido la única vez, para poder visualizar correctamente a la madre y su descendiente:

«Es braquicéfala, de pómulos sobresalientes, mandíbula ortognata, estructura parietal plana y nariz mesorrina [...] Luego le observé la oreja, porque [...] tiene oreja puntiaguda, sin lóbulo, oreja de fauno, también llamada oreja de Darwin. Este tipo de oreja es hereditaria»

En fin, en casos como éste, se echan de menos las anotaciones que tan abundantemente aparecen en la novela para explicar los latinismos, traducir frases en francés o inglés, aclarar la procedencia de personajes aludidos de otras obras o informar de personalidades reales pertenecientes al campo de la medicina, política o arte.

Pero no es tan increíble que Vance tenga conocimientos tan vastos como que los exponga constantemente en conversaciones supuestamente coloquiales, con su amigo Markham o con los acusados, pues si ya es raro que dos amigos se hablen con barbarismos: «Escúchame y nota bene» «No podemos aplicar el sus. per coll. a todos los que conocía», lo es más que se dirija de forma hiperculta a los sospechosos; de hecho, me pregunto aún si la cantante Saint-Claire entiende lo que Vance le dice cuando la manda llamar «Lamento informarla de que el capitán Leacock ha confesado ridículamente que mató al señor Benson. Pero no estamos del todo convencidos de su bona fides. Y aquí estamos, ¡ay! flotando entre Escila y Caribdis, sin poder decidir si el capitán es un consumado asesino o un chevalier sans peur et sans reproche.»

En fin, son detalles que dificultan la lectura porque la sitúan en un espacio-tiempo lejano, en el que la policía se dejaba guiar por tópicos, en su mayoría machistas, en los que, sin duda, los métodos psicológicos —aunque hiperbólicos— empleados por Vance ayudaron a equilibrar la balanza de la justicia.

«Las mujeres son demasiado sensatas y prácticas para cometer esas locuras, pero los hombres tienen una gran capacidad para la idiotez»


domingo, 8 de enero de 2017

PASADO PERFECTO


Un libro lleno de contradicciones porque, en realidad, nada es perfecto en él excepto la manera de escribirlo.

Pero la historia no es perfecta. El protagonista, el teniente de policía Mario Conde, aprovecha un caso que le asignan en la comisaría para recapitular lo más importante de su vida. A veces son recuerdos que aparecen como destellos al observar una calle, oler una buena comida o mirar una fotografía; otras, Mario Conde se obliga a recordar para entender el presente.

A través de las numerosas digresiones que encontramos en Pasado perfecto conocemos a su protagonista: un chico cubano de clase media-baja, estudioso y con un alto sentido del compañerismo y la igualdad; que deja de estudiar una carrera a pesar de las buenas notas obtenidas, porque no le gusta; que quiere al Flaco, que ya no lo es, como si fuera su hermano; que tiene un amor desmedido hacia Josefina y sin embargo no es su madre sino la del Flaco; que ansía ser escritor pero no puede escribir; que sus ideas son contrarias a las que tiene de la policía y sin embargo se convierte en uno de los mejores del cuerpo; que siempre odió a Rafael Morín, básicamente porque le quitó a Tamara, de la que ha estado enamorado desde el bachillerato, y ahora debe investigar su desaparición.

El tiempo real, sin embargo, son cuatro días, durante los que Mario Conde acompañado por el sargento Manuel Palacios resuelve el caso.

Cuatro días, en los que se reencuentra con Tamara y tiene la posibilidad de empezar con ella la relación tan anhelada, pero finalmente desecha la opción porque sus vidas son totalmente diferentes y Tamara, de clase superior, no se adaptaría fácilmente a la de un policía.

El caso de Rafael Morín es otro de tantos de los que, por desgracia, se han hecho usuales en la sociedad actual: robo, extorsión, fraude de aquellos que lo tienen todo pero necesitan más. Caso sencillo, sin demasiadas complicaciones, sin vueltas o sorpresas finales y, sin embargo, el Conde aprovecha las entrevistas para, mediante analepsis, ponernos en situación, y llegar a conocer al desaparecido, al Flaco, a Tamara, a él mismo y a Cuba. El lector siente inmediatamente la nostalgia de ese pasado que Mario Conde relata en primera persona, con breves monólogos interiores mezclados con diálogos expuestos en estilo indirecto libre. La narración fluye intimista, con una cercanía que no desaparece en la tercera persona utilizada para el presente, un hoy impregnado de fatalidad incapaz de derrotar a todos aquellos marcados con dureza por el destino.

La fuerza de los débiles, de los escuálidos, es lo que sustenta ese Pasado perfecto que en realidad no lo fue pero que, desde el punto de vista del futuro, lo será porque se habrá luchado a diario por conseguirlo.

Leonardo Padura nos muestra un argumento simple, una historia sin complicaciones: la desaparición de un funcionario corrupto y la implicación de su jefe de despacho.

Pero debajo de esa historia, contada de forma casi minimalista, se encuentra la verdad, una Cuba oprimida , unos ciudadanos sin libertad, sin posibilidad de expresar sus verdaderos sentimientos, sin oportunidades para dialogar y mucho menos para exigir; unos ciudadanos con grandes carencias que, a pesar de encontrarse con un sistema dictatorial, intentan coger la felicidad, a pellizcos, de donde pueden.

...y por suerte guardé cinco ejemplares de La Viboreña, que jamás llegó al número uno, que iba a ser de la democracia, porque la profe Olguita, tan buena gente y tan linda, pensó que lo podríamos hacer escogiendo a votación los mejores materiales de nuestra abundante cosecha literaria

Padura se convierte así en un maestro de la técnica del iceberg, por cuyo creador, Hemingway, siente verdadera admiración. Al reducir la prosa hasta límites insospechados consigue un protagonismo absoluto de la historia, de ahí que, a pesar de quedar ocultos bajo «la punta del iceberg» son perfectamente legibles los comentarios sobre la vida en Cuba; de hecho, a veces tenemos la impresión de estar ante una crónica de la realidad concreta, de la defensa de los valores tradicionales como el honor, la amistad o la lealtad

Al dorso de la foto dice junio de 1975, y todavía éramos muy pobres —casi todos— y muy felices. El Flaco es flaco [...] El Conejo sueña con cambiar la historia y yo voy a ser escritor, como Hemingway. La cartulina se ha puesto amarilla con los años [...] y cuando la miro siento muchísimo complejo de culpa porque El Flaco ya no es flaco y porque detrás de la cámara, invisible pero presente, ha estado siempre Rafael Morín.

El acercamiento a la Generación Perdida no sólo se distingue en el estilo minimalista de Hemingway, el estadounidense está presente en la defensa de valores éticos que Padura expone en su Adiós a las armas particular reflejado en la figura de El Flaco: «cada día el Flaco amanecía con un dolor inédito, un nervio muerto u otro músculo inmóvil para siempre».

La prosa coloquial, con expresiones duras a veces y cargada de metáforas poéticas, otras, también vincula a este escritor con los americanos de la primera mitad del siglo XX; se aprecia un paralelismo entre el rechazo a su realidad cercana y el expresado por los novelistas malditos, el polisíndeton alarga las descripciones para poder ver más allá de lo que se percibe, ese mar que intuye, mediante la sinestesia, como puerta a la libertad: «Detrás de los árboles una iglesia de rejas altas y paredes lisas y algunos edificios apenas entrevistos y muy al fondo el mar, que sólo se percibía como una luz y un perfume remoto».

El antihéroe que crece tras la guerra, enfrentado a un mundo amoral, relaciona los personajes de Salinger y los de Padura, sin embargo las ganas de vivir de Mario Conde y El Flaco superan el miedo al futuro y las obsesiones peligrosas del protagonista de Un día perfecto para el pez plátano: «...y leyó la historia del hombre que conoce todos los secretos del pez plátano y quizá por eso se mata, y se durmió pensando que, por la genialidad apacible de aquel suicidio, aquella historia era pura escualidez».

Padura consigue asimismo una historia escuálida, tanto que podríamos hablar de simbolismo. Es una novela policíaca y no importan tanto las acciones sino el interior, lo más hondo del protagonista y de los otros personajes. Es una novela negra y el asesinato apenas tiene repercusión, no hay crudas imágenes del caso y sí del día a día, de lo vivido en la ciudad por gente corriente, de lo que entendemos por “la naturalidad”. El determinismo del pueblo cubano en general se une al fatalismo encarnado en el Flaco y al existencialismo de Mario Conde. Entre todos conforman la condición humana y la introducen en un nuevo concepto de novela negra en la que las pesquisas no son sino excusas para reflexionar sobre la vida y la situación en Cuba: extorsiones, corrupción, falta de libertad y gran desigualdad entre clases sociales.

Una tendencia absolutamente natural en la que no llaman la atención la irreverencia de ciertos vulgarismos utilizados en situaciones estresantes: «porque yo me cago en las casualidades y amén», ni las frases inacabadas del registro popular, o los refranes: «Ponme ahí al Flaco, despiértalo, que se levante, borracho de mierda ...
 –Dime con quién andas...—se rio Josefina y dejó el teléfono» .

Una tendencia en la que las metáforas adquieren toda la fuerza de los sentimientos, lo primario del ser humano «Los ojos son dos almendras pulidas, clásicas, un poco humedecidas. Justo lo necesario para sugerir que en verdad son dos ojos y hasta pueden llorar».

Un estilo en el que las ironías pierden su fuerza al estar arropadas por la melancólica nostalgia de un pasado y la dureza de un presente «su estómago vacío bailaba [...] Pensaba en Tamara, en Rafael, en el Flaco Carlos, en Aymara [...] pensaba en sí mismo, dentro de aquella oficina fría en invierno y tan caliente en verano, mirando las hojas de un laurel y empeñado en encontrar a alguien a quien nunca hubiera querido buscar. Todo perfecto».

Un estilo en el que el humor también hace acto de presencia, como parte de la cotidianeidad «...nació el Cojo [...] y fue al que se le ocurrió hacer una revista del taller literario y formó sin quererlo la descojonación» y como homenaje a sus maestros «pues se me ocurrió escribir el cuento, pero sin ser anticlerical expreso, sino sugerido, mejor dicho, sumergido, como el iceberg del que habla Hemingway».

Una tendencia en la que las constantes digresiones se aprovechan de las descripciones para filosofar sobre las formas de vida, las ocupaciones o el transcurrir de la ciudad «Le hubiera gustado ir al estadio, necesitaba aquella terapia de grupo, que tanto se parecía a la libertad, en la que se podía decir cualquier cosa, desde putear a la madre del árbitro hasta gritarle comemierda al manager [...] y salir de allí [...] relajado, afónico y vital.»

Un estilo en el que el caos en el que se ve envuelta la policía para resolver los casos, y la propia ciudad, para resolver la vida, se ve acrecentado por la manera de transcribir las entrevistas: las preguntas de la policía no aparecen, sólo encontramos una sucesión de respuestas, algunas inacabadas, que desconciertan y confunden «...me parece mentira eso de que Rafael no aparezca por ningún lado, yo todavía no lo creo [...] tiene que haberle pasado algo [...] y cómo Rafael se portó conmigo, mejor que si hubiera sido el padre del niño, que si carne, que si un carro para el hospital [...] El pobre ... Una llamada. ¿Una llamada el día primero? No, no, si la última vez que yo lo vi fue el día 30.»


Una tendencia nueva, fantástica, como casi todo lo que surge del acoplamiento entre lo tradicional y lo actual.