domingo, 22 de noviembre de 2015

EL SECRETO DE LA MODELO EXTRAVIADA

En poco más de un día, nuestro detective favorito resuelve un caso sucedido años atrás y, casi como Leopoldo Bloom, en ese tiempo da un repaso a su existencia. El protagonista de El secreto de la modelo extraviada ha crecido, el tiempo ha pasado y ahora “en el ocaso” de su vida recuerda cómo, una vez más, en los años ochenta fue sacado del sanatorio en el que se encontraba para ser, nuevamente, el culpable de una fechoría que a la policía, concretamente al inspector Flores, no le interesaba investigar de verdad. «Te declararé culpable y yo me voy a mi tertulia machista, xenófoba y extraparlamentaria.
—¿Culpable de qué, señor comisario?
—¿De qué va a ser, idiota? –dijo el comisario–: de asesinato
[…]
—Con el debido respeto, señor comisario, no sé a qué se refiere»
[…]
—¡Ay mísero de mí, joder, ay infelice! –exclamó haciendo gala de su proverbial erudición–. Los Cohibas decomisados no tiran y los criminales se han vuelto respondones. ¡Esto no pasaba en los buenos tiempos!»

El protagonista innominado muestra a la perfección el aspecto anodino de la vida, los personajes con los que se relaciona representan el fracaso de los que se desenvuelven en una sociedad que se desintegra, de ahí que a pesar de tener rasgos de novela negra (corrupción, asesinato, mafias) apenas encontremos intriga. No hay grandes héroes, sólo hombres vulgares aparecen en esta pintura realista de la vida cotidiana. Y aquí está la genialidad, conseguir que la autenticidad brote de la parodia, de la ironía, del esperpento. «…ostentaba un poblado bigote que descendía por ambos lados de la boca y su mirada habría sido incisiva si unas gafas oscuras no la hubieran velado».

Es cierto que ahora, en el siglo XXI, ya no es ese personaje que corre, literal y metafóricamente, durante días, en calzoncillos para que parezca estar haciendo footing, mientras intenta encontrar al asesino de Olga Baxter y poder salir indemne de la acusación. «Las zapatillas de fieltro se habían resentido de la fricción y los dedos de los pies asomaban impertinentes por las rasgaduras, y la goma de los calzoncillos se había dado y me veía obligado a correr sujetándolos con una mano». Tras más de veinte años decide resolver, aunque sea para él mismo, dicho asesinato, pues en su momento llegó hasta un punto en el que no cuadraba la solución que dieron las autoridades.

En la actualidad no corre; probablemente la edad no se lo permita. Ahora trabaja en el restaurante chino de los que en su día, y en La aventura del tocador de señoras fueron sus vecinos. Sin carné ni vehículo, y a su edad, es repartidor, por lo que lleva los pedidos a domicilio en autobús. Allí se dirigía, a la parada, cuando un perro le mordió en la pantorrilla causando la caída del pedido al suelo, el recogido del mismo y el rellenado de los envases. Esto ya me puso nerviosa. Así que cuando, entre unas cosas y otras, entre unas entrevistas y otras, tras llenar varias veces los recipientes con viandas de origen dudoso, consigue llegar al domicilio y obligar al dueño a levantarse de la cama, de madrugada, para que le firme una entrega de sólo dos cajas mugrientas, mis nervios estaban totalmente relajados de reír. 

Creo que únicamente Eduardo Mendoza es capaz de conseguir que del planteamiento de una situación totalmente absurda se consiga un desenlace de lo más coherente. Es inimitable. No me canso de leer las aventuras, o desventuras, de este histriónico personaje que, como los grandes de la literatura, es menos loco de lo que parece, de hecho, desde sus excentricidades plantea una sociedad desquiciante, porque si él es estrafalario, algunos de los que nos representan rozan el ridículo, de ahí que sus actos sólo quepa exponerlos mediante el desequilibrio. En El secreto de la modelo extraviada no se libra nada ni nadie de los dardos, humorísticos aunque certeros e hirientes, de Mendoza:

« Al empezar las obras para convertir las celdas de clausura en pistas de squash y el refectorio en lo que ahora es la piscina cubierta, encontramos dieciséis momias de antiguas abadesas […] ni el obispado se quiso hacer cargo del hallazgo, ni los servicios funerarios del Ayuntamiento, ni el Museo Arqueológico, ni el Museo de Zoología… ¡nadie!.
Así que voy y el día de la inauguración del club, con todas las autoridades y toda la pesca, puse a las dieciséis momias en un palco con un letrero que decía: SOCIAS DE HONOR. Ya se puede figurar la que se armó.»

Y en esta última aventura más que en ninguna otra esa sociedad, que ya apuntaba trastornada, es exactamente la que tenemos. «Linier y otros prohombres de Barcelona se metieron en una operación de movimiento y blanqueo de capitales para invertir en el futuro de la ciudad. Como visión de futuro no estuvo mal, pero actuaron de una manera tortuosa y chapucera y se acabó enterando todo el mundo.» Mendoza retrata a la Barcelona de los años ochenta, pero es perfectamente extensible al resto del país. Y esto es lo triste, que después de casi treinta años, no hayamos sido capaces de levantar nuestra sociedad sino todo lo contrario. ¿Dónde están, para la gran mayoría, todas las expectativas de un futuro próspero y mejor? ¿Dónde ha quedado el esfuerzo de muchos para disfrutar de lo que les correspondería por derecho? No se sabe aunque sea vox populi, así, medio en broma y muy en serio, nuestro autor lo denuncia: «…al final Linier entró en la cárcel […] Un amigo ministro o presidente de autonomía te puede proporcionar bicocas, pero si te trincan, ni el mismísimo presidente del Gobierno moverá un dedo por ti. En la democracia, otras cosas no digo, pero el encubrimiento está mal visto […] Linier no debió de pasar mucho tiempo entre rejas y al salir, como no había devuelto un céntimo de lo que había chorizado ni nadie se lo reclamó, siguió viviendo con holgura.»

Si analizamos la novela desde los temas propuestos, encontramos que el contenido es demoledor: la corrupción gubernamental consigue, por el poder que le ha sido concedido, que aquéllos que nada tienen, los parias de la sociedad, carguen con las infracciones de quienes se ven arropados e inmunes. Así mismo la estulticia no es óbice, sino todo lo contrario, para ostentar cargos relevantes enfocados a dirigir los distintos estamentos que enmarcan la sociedad.

Pero afortunadamente el autor es Eduardo Mendoza, por eso es capaz de mostrarnos un asunto desolador mediante una serie de recursos literarios enfocados a hacernos reír. El humor derivado de la incompetencia de los jefes y la sabiduría de los subordinados es inigualable. El humor blanco, que recuerda a la infancia y dota al personaje de una inocencia maravillosa, utiliza como fuente expresiones populares, para crear ostras dispuestas a alegrar nuestro pensamiento y nuestro rostro «Eché a andar hasta la parada de autobuses, y una vez en ella, al no disponer de dinero, seguí hacia el centro de la ciudad haciendo footing.»

Las paradojas de una sociedad que nos hace sufrir para mejorar, dibujan una sonrisa en el lector que, de alguna manera, se siente identificado «Como no sabía lo que me aguardaba dentro (en la sauna), de poco me caigo. Miré a mis compañeros y al no advertir alarma por su parte, me repuse y sonreí fingiendo dar por bueno aquel horno malsano». El humor metonímico de las descripciones marca, de manera sagaz, la diferencia entre el continente y el contenido, que no hace sino aniquilar la personalidad del personaje, al igual que la sociedad actual intenta aniquilar la personalidad de sus habitantes: «El recepcionista era un muchacho atlético embutido en una camiseta roja con el logo del club y un distintivo de plástico con su nombre escrito: Mingo».

Y si a veces aniquila la personalidad de algún personaje, otras, las más, dota a otros de un temperamento múltiple, o al menos dual, como es el caso de la señorita Westinghouse que, no sólo cambia de sexo y pensamiento según le interese sino que a veces utiliza un lenguaje filosófico, otras científico, notarial, y hasta vulgar, lo que hace que el lector se mantenga extrañado –según un punto de vista literario– ante la galería de personajes que pueblan las páginas de la novela «¡Chicas, chicas, a callar y a estarsus quietas! ¡Y nada de manosear este importante affidávit!»

Al variar expresiones hechas consigue, si no quitar importancia a los hechos, sí trivializarlos; de nuevo una técnica de extrañamiento mediante la que el lector reflexiona desde la ironía que propone el autor: «Cuando empezó el bum-bum de la construcción vendió las tierras a una inmobiliaria por una fortuna, pero nunca llegó a ver un real». Otras veces el humor viene de sustituir un término de expresiones mitológicas con significado concreto por otro de sentido actual, que anula el de la expresión «ha renacido de sus cimientos, como el ave Phoenix».

Y si nos reímos de la alimentación de una parte de esta sociedad avanzada «De camino a la salida prodigué caricias a unos cuantos niños […] En un banco del parque desayuné un bollicao, dos donuts y un kínder sorpresa», nos reímos de la alimentación de otra parte de esta misma sociedad «Al cruzar la plaza de Cataluña estaba tan desfallecido que una paloma me derribó al rozarme con el ala».

Eduardo Mendoza es capaz de reírse de todo y de todos sin que a nadie le siente mal porque aquéllos que se sientan ofendidos serán incapaces de decirlo temiendo el ridículo social que causarían. Nuestro autor lo sabe, por eso califica de absurdas las reuniones de los dirigentes de grandes empresas, las votaciones que no sirven para nada, la manera de prosperar mediante la cosificación de los empleados, la falta de ganas y empeño de la policía para resolver problemas de gente anónima, la tarea inútil de los que no tienen dinero por tener unas condiciones de vida acordes con la época «…mi estado de salud empeoraba [...] Pensé en ir al médico, pero no soy de ninguna mutua».

El absurdo de esta última novela de Mendoza tiene menos de esperpento y más del teatro del absurdo de los comienzos de Mihura, el de Jardiel, aquél que marcaba una sonrisa y ésta a su vez, a veces, se convertía en una mueca de tristeza «Nuestro hijo vive en Australia […] allí hay un montón de oportunidades para la gente joven […] antes teníamos una estufa eléctrica. Hará cosa de un lustro se averió […] De todas formas, confío en solucionar pronto el problema, porque mi hijo vendrá a visitarnos dentro de un año o dos y ya verá como lo primero que hará, en cuanto llegue, será comprar una estufa nueva».

Creo que al desvelar El secreto de la modelo extraviada, Mendoza nos ha desvelado a todos lo que muchos pensamos pero pocos dicen: el mal funcionamiento de las ciudades, la desidia de algunas multinacionales, el pésimo ejercicio penal que permite a los asesinos incumplir las condenas, la corrupción en todos los niveles del funcionariado, no son más que el fruto de lo que hemos ido cosechando: «…un programa de televisión […] lo lleva un exmilitar que despotrica sin razón de todo y de todos. Es un cabrón y un majadero, no lo niego, pero difícilmente podría ser de otro modo: cada país tiene los políticos que se merece y lo mismo sucede con los críticos».

Si ya tenía en lo más alto a Eduardo Mendoza, después de esto propongo formar el clan Mendocista.